martes, 30 de agosto de 2016

Cómo han pasado los años.





Por Elisa Cobos Enríquez.
                               
Viene a mi mente mi graduación de Primaria, cuando los maestros tenían  hora de entrada pero no de salida, hasta que el alumno entendía la clase y copiaba la tarea del pizarrón en el cuaderno.


Íbamos en la mañana y en la tarde, sin dejar de cumplir con las labores de la casa: barrer las hojas de los árboles, acarrear agua, regar las plantas, recoger los huevos de las gallinas.  La escuela se llamaba Manuel M. Oropesa, era solo de niñas, no contaba con edificio propio, el Municipio de Alvarado rentaba la casa que compartíamos con el dueño, un anciano que quería que permaneciéramos todas esas  horas  en absoluto silencio, eran 3 grupos de 30 o 40 alumnas de cada uno: 4º, 5º y 6º.

A diario iba el señor a la presidencia a exigirle al Alcalde que desocupara la casa, él le contestaba que el edificio estaba en construcción, que tan pronto lo terminaran nos  cambiaríamos. Un día que su berrinche llegó al límite, el presidente dio la orden de cambiamos,  no obstante que aún faltaban: el revoque las puertas, las ventanas,  el mosaico, y la segunda  planta para los primeros 3 grados. Estábamos en Sexto.

La graduación estaba cerca y organizamos la fiesta con nuestra maestra Rafaela Quirazco. No hubo trajes especiales, ni togas con lucidos birretes, íbamos con nuestro uniforme de gala: vestido blanco corte princesa, con cuello y mangas marineros en azul marino, y participaban los 3 grados con sus maestras. Tenías que hacer algo, cantar, bailar, declamar, tocar un instrumento, decir un chiste, contar un cuento, una adivinanza, una anécdota, leer alguna biografía de alguien importante o un suceso histórico, cualquier cosa que hiciera reír, llorar o pensar.


Una compañera fue la Maestra de ceremonias, como el piano estaba en nuestro salón y varias niñas tocaban perfectamente el piano, a cual más cantaba  un vals o alguna letrilla de la revolución, como la Adelita, La cucaracha,  la Valentina o la Coronela, al principio unas cuantas les hacían coro,  pero terminábamos cantando todas, lo importante era divertirnos.

En cada viernes social teníamos dos invitados que también estuvieron en la graduación, un joven de apellido Pensado, que declamaba muy bonito el poema Cobarde, con mucho dramatismo,  y el otro también joven, le arrancaba bellas melodías a su rústico e inseparable serrucho, lo aprisionaba entre las piernas, el extremo angosto lo tomaba con una mano y con la otra le daba con un palito, quién sabe cómo lo lograba, pero le sacaba melodías que imitaban el sonido de un órgano. A él le llamaban Fito el loco.

Al otro día fuimos de día de campo a las lomas, había muchos árboles  frutales, nuestras madres se encargaron  del menú: ricos tamales; tortas; plátanos fritos; de golosinas galletas hechas en casa, melcochas, pepitorias, palanquetas, sin faltar la horchata; sin tantos gastos ni banquetes.

Llevamos de invitado a nuestro buen amigo Fito, que aparecía en cualquier mitote o fandango del pueblo, nos ayudó cargando las canastas con la comida, al regresar, había tristeza y llanto,  porque nos separaríamos de  compañeras y maestras. No recuerdo que nadie haya tomado una sola foto, esto ha de haber sido en 1949. No cabe duda, cómo han pasado los años. 


Texto Publicado en: Kaniwá #68 Suplemento cultural del periódico La Opinión, Poza Rica de Hgo; Veracruz. México, del 21  de agosto de 2016.








  

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