lunes, 13 de febrero de 2017

Nos veremos junto al río.


Por Joel García Cobos.

El dolor de separarse de un padre, de una madre, es profundo, cala hasta el alma, como si estuvieras desnudo en medio de un cruel invierno, tiemblas, te rechinan los dientes, no sabes de dónde te llega ese aire gélido, que te envuelve, los recuerdos vienen en una niebla lenta: el último día juntos,  las últimas palabras, las últimas caricias, la última foto, el último regalo, todo lo viviste sin saber que era lo último, y esos recuerdos se vuelven un gran regalo para el alma, porque en vida les demostraste todo tu amor y nada dejaste para cuando ya no ven, ya no saben nada, simplemente duermen.

Mi madre se separó recientemente de mi dos veces, la primera, se fue a vivir al puerto de Veracruz el pasado mes de diciembre, cuando nos despedimos le dije con entusiasmo tratando de ocultar mi pesar: __”Mamita, Dios te acompañe y ayude a renovar tu anecdotario, para que sigas escribiendo en Kaniwá de sucesos recientes, ya vez que a Luis y a varios, nos  gustan mucho tus narraciones.” Contenta me contestó: __”Claro que sí, puedes estar seguro.”

Al principio, no comprendí por qué se quiso ir, pero respeté su decisión, tal vez porque somos muy parecidos y nos gusta la aventura, conocer personas, lugares, observar las hojas de los almendros, el hielo que se forma sobre los pastos secos y en primavera verlos reverdecer y florecer. Yo me daba ánimo, la podría ir a ver en cualquier rato, pero en el fondo me preocupaba que su edad y sus enfermedades podrían jugarnos un mal momento, como sucedió: Se quedó dormidita, y regresó con una gran paz en su rostro.

Mi madre fue increíble: amiga, maestra, guía, agente de viajes; mi hermana Ali me dijo muchas veces: __”Aunque físicamente eres muy parecido a papá, por dentro eres igualito a nuestra madre, y nos reíamos. Sí, nos gustaba leer, escribir, la historia, la geografía, la literatura, platicar, cantar, orar, comentar la Biblia, cultivar plantas, ver documentales de historia, de lugares y personajes, las películas sin violencia; no nos gustaba las matemáticas, el orden ni la disciplina, aunque en éstas 2 ya he adelantado un poco en los 16 años últimos que no vivíamos juntos.

Era amorosa, amaba a la familia, se dedicaba a mi papá y a nosotros sus hijos, tolerante, nos daba de comer muy rico y suficiente, estábamos juntos; luego fue mi primera amiga, platicábamos de todo, incluso varias veces rompimos nuestro marca de horas platicando, hasta 17, con pausas muy pequeñas, no dejábamos títere con cabeza, mi padre se echaba sus siestas y al despertar nos decía: __”¿Y ustedes? ¡Platicando!” Mis hermanos se unían al maratón, pero uno a uno se iba saliendo.
Como maestra fue increíble, asegura que aprendió a leer en el Dictamen y en Selecciones, me contaba lo que había leído en alguna parte, libro, revista, periódico, folleto, como tenía una mente asombrosa todo se le quedaba, anécdotas desde que tenía 4 años, de cine, artistas, arquitectura, costumbres, personajes, de su Alvarado que tanto recordaba, los nombres de sus vecinos, sus compañeras de escuela y de sus maestras; yo incrédulo  le echaba un ojo a la Internet y me dejaba los ojos bien cuadrados; a Poza Rica le tenía gran amor, donde vivió por 62 años, como municipio lo vio en pañales,  crecer y desarrollarse.

La etapa de cuando me enfermé fue muy difícil para ambos, justo antes de irme a estudiar Periodismo a Monterrey; me visitó varias veces, la llevaba orgulloso a esos enormes centros comerciales; y más traumatizante fue regresar a Poza Rica flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones, como dice una deprimente canción, ocupando una silla de ruedas,  con solo tenía 22 años, destrozados mis sueños de trabajar en el periodismo cultural, llevarla a vivir a Europa y de ahí andar por todo el mundo, solo por una enfermedad invalidante, crónica, progresiva y degenerativa.

Entonces, pasó a ser con dignidad mi doctora, enfermera, psicóloga, terapeuta, pastora, confidente, consumí sus últimos años de madurez y los primeros de su ancianidad, sacándome del abatimiento en que caí y buscando de norte a sur la salud tan anhelada, con su paciencia y ternura me regresó al amor de Cristo y comenzamos otra etapa aún más feliz y satisfactoria, porque estar del lado de Cristo es lo mejor que te puede suceder. Doy gracias a Dios que usó esta enfermedad para rescatarme del fango, del diazepam, lexotan y similares. 

Han pasado 34 años de que no camino, toda esa vida junto a mi madre fue maravillosa, disfruté a mis padres en su ancianidad, reímos, cantamos, platicamos,  precisamente este primero de febrero, mi padre cumplió 3 años en que bajó al descanso, ambos aceptaron desde hace muchos años a Jesucristo como su único y suficiente salvador,  vivimos contentos en sus caminos.


Ahora que sufro por sus separaciones, Cristo está a mi lado, deja correr mis lágrimas y las cambia con un abrazo cálido,  lleno de consuelo y esperanza, me refugio otra vez en mi Salvador, que me recuerda con voz firme: __”Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.” Juan 11: 25. Yo lo creo, y recuerdo otra promesa: El Señor descenderá del cielo, y mis viejitos resucitarán primero, luego nosotros los que vivimos, ascenderemos juntamente con ellos a las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor, y por fin acudiré a la cita con ellos: nos veremos junto al río. Amén.

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