Por Elisa Cobos Enríquez.
Viene a mi mente mi graduación de
Primaria, cuando los maestros tenían
hora de entrada pero no de salida, hasta que el alumno entendía la clase
y copiaba la tarea del pizarrón en el cuaderno.
Íbamos en la
mañana y en la tarde, sin dejar de cumplir con las labores de la casa: barrer
las hojas de los árboles, acarrear agua, regar las plantas, recoger los huevos
de las gallinas. La escuela se llamaba
Manuel M. Oropesa, era solo de niñas, no contaba con edificio propio, el
Municipio de Alvarado rentaba la casa que compartíamos con el dueño, un anciano
que quería que permaneciéramos todas esas
horas en absoluto silencio, eran
3 grupos de 30 o 40 alumnas de cada uno: 4º, 5º y 6º.
A diario iba
el señor a la presidencia a exigirle al Alcalde que desocupara la casa, él le
contestaba que el edificio estaba en construcción, que tan pronto lo terminaran
nos cambiaríamos. Un día que su
berrinche llegó al límite, el presidente dio la orden de cambiamos, no obstante que aún faltaban: el revoque las puertas,
las ventanas, el mosaico, y la
segunda planta para los primeros 3
grados. Estábamos en Sexto.
La graduación
estaba cerca y organizamos la fiesta con nuestra maestra Rafaela Quirazco. No hubo
trajes especiales, ni togas con lucidos birretes, íbamos con nuestro uniforme
de gala: vestido blanco corte princesa, con cuello y mangas marineros en azul
marino, y participaban los 3 grados con sus maestras. Tenías que hacer algo,
cantar, bailar, declamar, tocar un instrumento, decir un chiste, contar un
cuento, una adivinanza, una anécdota, leer alguna biografía de alguien
importante o un suceso histórico, cualquier cosa que hiciera reír, llorar o
pensar.
Una compañera
fue la Maestra de ceremonias, como el piano estaba en nuestro salón y varias
niñas tocaban perfectamente el piano, a cual más cantaba un vals o alguna letrilla de la revolución,
como la Adelita, La cucaracha, la
Valentina o la Coronela, al principio unas cuantas les hacían coro, pero terminábamos cantando todas, lo
importante era divertirnos.
En cada
viernes social teníamos dos invitados que también estuvieron en la graduación,
un joven de apellido Pensado, que declamaba muy bonito el poema Cobarde, con
mucho dramatismo, y el otro también
joven, le arrancaba bellas melodías a su rústico e inseparable serrucho, lo
aprisionaba entre las piernas, el extremo angosto lo tomaba con una mano y con
la otra le daba con un palito, quién sabe cómo lo lograba, pero le sacaba
melodías que imitaban el sonido de un órgano. A él le llamaban Fito el loco.
Al otro día
fuimos de día de campo a las lomas, había muchos árboles frutales, nuestras madres se encargaron del menú: ricos tamales; tortas; plátanos
fritos; de golosinas galletas hechas en casa, melcochas, pepitorias, palanquetas,
sin faltar la horchata; sin tantos gastos ni banquetes.
Llevamos de
invitado a nuestro buen amigo Fito, que aparecía en cualquier mitote o fandango
del pueblo, nos ayudó cargando las canastas con la comida, al regresar, había
tristeza y llanto, porque nos
separaríamos de compañeras y maestras.
No recuerdo que nadie haya tomado una sola foto, esto ha de haber sido en 1949.
No cabe duda, cómo han pasado los años.
Texto
Publicado en: Kaniwá #68 Suplemento cultural del periódico La Opinión, Poza
Rica de Hgo; Veracruz. México, del 21 de agosto de 2016.