Por Joel García Cobos.
Entre semana el hospital era todo
movimiento y bullicio, el estacionamiento
tenía vehículos y gente presurosa que
entraba y salía; Los ambulantes en la
ancha banqueta vendían presurosos sus productos; en los amplios corredores exteriores de la hermosa hacienda porfiriana,
los pacientes y familiares se apresuraban en los trámites. Las bancas,
siempre llenas de personas conversando, bostezando u observando todo lo que les
permitiera consumir el tiempo de espera.
En el
interior, era todo muy parecido, pero en silencio y enmarcado en pajizas
paredes con vistosos carteles alusivos a la salud; estaba densamente
iluminado por encubiertas lámparas que permanecían encendidas de día y de
noche.
Mientras, en
las habitaciones de 6 camas siempre ocupadas, los pacientes esperaban la
llegada de sus familiares, veían hacia las puertas de los pasillos esperando
ver rostros familiares. Estos daban a un enorme jardín interno siempre verde y
floreciente, pues era política que los pacientes fueran llevados a ese Edén como parte de su recuperación, y
ellos encantados se dejaban acariciar ahí del aire, el sol y los trinos de las aves
canoras que al sentirse a gusto en su hábitat, cantaban agradecidas todo el día
y sobre todo al amanecer.
Pero los
domingos era diferente, permeancia sin personal, solo un vigilante, las oficinas cerradas y apagadas, los pasillos desolados, solo el verde patio recibía los pacientes
que podían caminar.
En el exterior la quietud era más significativa, pues
estacionamiento y calles estaban desoladas, libre de carros, gente y vendedores. Los familiares de los enfermos salían a buscar
algo para comer, no encontraban ni fondas ni restaurantes abiertos.
Una anciana
madre cansada, asoleada y frustrada tras titánico recorrido, saludó al
portero y entró al edificio, en la desierta sala de espera una solitaria señora estaba sentada en la primera hilera de sillas, pareciera que la esperaba, al
pasar junto a ella le dijo sin detenerse y dirigiéndose al sanitario cercano:
__”Usted cree que en todo el derredor ¿No
venden nada para comer? ¡Ni una bendita
naranja! Bueno, con decirle, que no encontré ni una raspa ni una
paleta.” Después de unos minutos regresó con una botellita de plástico llena de
agua y sentándose a su lado le digo: __”La llené de la llave.”
__Sí, lo creo, y en los bebederos
no hay agua, le dijo la otra señora que vestía muy humilde.
__”¡Nada! ¡Y con el hambre que
tengo! Le reiteró con la botella cerrada en la mano y añadió con voz baja:
__”Ya ni galletas tengo.”
__”No se preocupe” y sacando de su
bolsa de plástico un diminuto tamal, no
más ancho que tres dedos y de unos 10 centímetros de largo, le quitó la hoja, lo
partió y dándole un pedazo le dijo con orgullo: __”¡Vamos a comer!”
__”Ay no señora, cómaselo usted.”
Le dijo muy apenada.
__”¿No lo quiere porque es de
frijol? Si usted no se lo come, yo tampoco.”
Viendo la sinceridad de la humilde
señora añadió: __¡Ah no! Si a mí me gustan mucho los frijoles, está bien y yo
le convido agua. Las mujeres con gusto
comieron su mitad y su agua.
Desde entonces se con toda
seguridad, que no da el que tiene, sino el que quiere.
Texto
Publicado en: Kaniwá #57 Suplemento cultural del periódico La Opinión, Poza
Rica de Hgo; Veracruz. México, del 5 de Junio de 2016.
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